Si alguien me hubiera dicho que en un escenario como el que estamos viviendo yo encontraría la oportunidad de ser feliz, no lo hubiera creído. Ni aunque me mostraran vídeos o fotos con las pruebas de ello. No, nunca lo hubiese creído.
No digo que esté en un estado mental de absoluta felicidad, cada día, cada minuto del día. Lo que pasa es que, para mi nivel de angustia “normal”, el encierro no hizo más que empujarme a vivir el presente, sin el tormento del ayer ni la presión del mañana.
Y es que desde hace unos años, comencé a sentirme muy estresada con esto de la adultez, hacerme cargo de mí misma fue demasiado y no supe, en ese momento, reconocer mis debilidades y aferrarme a las fortalezas. Me derrumbé por completo, y la única manera de sobrevivir que se me ocurrió, fue someterme a un sinfín de tareas para obviar que no era capaz de sostenerme.
Comencé a ser hija a tiempo completo, a ser novia a tiempo completo, a ser nuera, hermana, amiga, colega, socia. Fui tantas cosas para otros, que olvidé ser yo misma para-mí-misma, entonces me apagué. Y pasé años en ese ruedo, dejando que otros me definieran, que otros me adularan, que otros me valoraran. Fue tanto el desapego con mi esencia, que un día, pensando en lo que “era buena”, me quedé en blanco y no supe qué responder.
Aires de cambio
Pero llegó la pandemia, y con ella el encierro, la angustia de tener a mis afectos demasiado lejos. De alguna manera, se generó un cortocircuito en la “sala de roles” de mi vida y me vi sola, siendo nadie para nadie, porque ahora había algo “más grande e invisible” de lo que preocuparse. Me vi vacía, desgastada, rota. A lo largo de un mes, o quizás más, volví a mirarme y el reflejo fue uno completamente distinto. Como si fuera otra yo, una visión más sincera de mí misma.
Volví a encontrarme con esa niña que, bajo el pretexto de “crear”, iba por la vida destruyendo cosas para armar otras. Reconocerme así fue revelador. Ya no era la “algo de alguien”, era la creadora de mi vida, de mi visión y propósito. Volví a amigarme con esa niña que a gritos me pedía salir, pero que en mi afán de ser – o parecer – fuerte, enmudecí por tanto tiempo.
Entonces fue que me atreví, y re-nació esa mujer artista que no tiene temor a la exposición, al halago o al fracaso. Decidí crear, y fue como un torbellino de sensaciones exquisitas las que se anidaron en mi corazón, como una explosión, como si hubiera estado en un estado de pausa, en una habitación con paredes tan altas que era imposible ver el sol. Y así fue como me encendí, como avivé mi fuego interno, y lo alimenté tanto, que ya no me pregunto si soy buena o no para algo.
El día en que todo se quebró, me cuestioné si lo que venía haciendo eran deseos propios, o derechamente eran de otros y para otros. Preguntarme eso fue muy duro, pero tan necesario para tomar acción.
Debemos atrevernos, demostrarnos creadoras y que ese impulso nos recorra por completo.
Porque lo somos, todas. Tenemos historias que contar, esas que nos construyen y nos componen, experiencias que nos diferencian y nos hacen crear en colores, texturas, voces, aromas y movimiento. Tenemos derecho a renacer, las veces que sean necesarias.
Me tomo la libertad de invitarte a conocer esta hilacha artística, que me ha devuelto la alegría y que me ha permitido conocer nuevas habilidades, búscame como @kaksi.taller