Todos sabemos una verdad fundamental para nuestro desarrollo y es que siempre podemos contar con una persona: la mujer que nos dio la vida. Creemos en ese amor incondicional, un amor que te nutre y te mantiene protegido. No es un simple estereotipo, es parte de nuestra visión de mundo. Una madre que te tuvo en su vientre por nueve meses, para ser la primera en recibirte en sus brazos y escuchar tu grito de bienvenida. Parece imposible que alguien capaz de pasar por todo esto pueda hacerte a un lado, pero es una cruda realidad. Una muy poco representada, que te hace sentir sola y lo peor de todo: responsable.
Desde que tengo memoria mi madre y yo tuvimos una relación de altos y bajos, donde los buenos momentos cada vez se hacían más lejanos y los malos, cada vez más crueles. A medida que iba creciendo ella se volvía más honesta, en cada discusión lograba conocer un poco más sobre mis orígenes. Algo siempre me hizo ruido y es que no tenía una sola foto de mi mamá embarazada de mi. Tenía fotos de ella antes de conocer a mi papá y de cuando tenía unos meses de nacida, pero ninguna en gestación. Eso alimentó fantasías de que quizá era adoptada, pero qué pareja podría adoptar a un niñe y hacerle pasar una infancia con tanta violencia. No, la verdad era que unos días después de que mi mamá decidiera terminar su relación con mi papá, un hombre temperamental y que explotaba al mínimo problema, se diera cuenta que estaba embarazada. Entonces y con apenas siete u ocho años aprendí esa primera revelación: no fui deseada.
Así los años pasaron con nuevos relatos. Para cuando crecí a una adolescente la violencia verbal no era suficiente para romperme. Comencé a darme cuenta de que no sólo no debía estar aquí, debía demostrar que valía algo. La culpa se volvió rutina. Trataba de pasar el mayor tiempo posible fuera de la casa, me sumergía en todo lo que mi escuela podía darme. Era mi lugar seguro, donde no tenía que ser cuidadosa con mis palabras ni controlar mis emociones. Era algo que respetaba, mi educación, y mientras mejor alumna yo era, mejor mamá se sentía. La violencia física era escondida, jamás visible para el comentario de los demás. Nunca fue superior al daño que hacían sus palabras, quitándome la dignidad. Sin ninguna protección, ni forma de pedir ayuda.
Sentía que estaba sola, viviendo una experiencia totalmente diferente a todas mis amigas. Ellas podían confiar y contar sus amores de colegio, salir a comprar, reírse o ver una película juntas. Esas experiencias se volvieron paréntesis, escapes momentáneos de lo que hace una familia normal. Recuerdos distantes del amor de madre que todos parecen conocer.
La manipulación
Huir del dolor es un instinto humano, quedarte en una situación que te está haciendo daño no es normal. Pero, ¿qué haces cuando los golpes que estás recibiendo son justificados? Qué pasa cuando comienzas a creer las palabras de la persona que te está maltratando, no tiene sentido que recibas esa violencia porque sí, hay una razón. Para alguien violento, el medio justifica el fin. La sobrevivencia de alguien violento, es hacerle creer al resto que es buena persona. Jamás, y no puedo ser más enfática en esto, jamás creas que alguien se queda en una situación de maltrato porque quiere. Son años de manipulación para hacerte creer que eso es lo que te mereces. Que cuando cometes un error, debes recibir un castigo. Se transforma en un ciclo tóxico, que te encierra.
Los patrones cambian, tu forma de vivir y desarrollarte con las personas cambia. No confías, mantienes distancia y por sobre todas las cosas: estás sola.
Creer que el amor es algo que debo ganarme
Cuando fuiste aporreada tantas veces, comienzas a desarrollar una conducta diferente. Un abrazo, o un te quiero son valiosas demostraciones de cariño pero que sólo se daban al cumplir con algo. Una buena nota, hacer algo en la casa. Al crecer, sentir ese afecto de un amiga o un chico se volvía algo raro. No hice nada por ti, ¿porqué me dices que me quieres? Y mutaba a sentimientos de, qué hice para merecer esto. Por qué podía quererme alguien extraño, pero no la persona que me dio la vida. Fueron muchas terapias las que hicieron darme cuenta que no debo demostrar lo que valgo para merecer amor, no debo ser perfecta ni cumplir con un checklist para recibir amor. Es ser yo, auténtica y verdadera.
El lazo que una madre rompe al no querer a su hija tiene muchas dimensiones, el daño se siente irreparable pero lo es.
Toma valentía para volver a los momentos que te hirieron, paciencia para contar tu verdad con la esperanza de sanar, voluntad para volver a construirte plena.
Y amor propio, para valorarte no por lo que pasaste, no por haberlo superado, ni por haber salido siendo buena persona. Te valoras por el simple hecho de reconocer que lo que pasó estuvo mal. Nada más. Te valoras porque estás aquí dispuesta a dar el amor que debiste tener toda tu vida. Sobreviviste.
Cuatro años sin ella en mi vida me han enseñado lo que el amor de verdad es, cómo es preocuparse por los que quieres. He aprendido a ser imperfecta, a intentar cosas nuevas sin exigirme ser la número uno. Aprendí a que no tengo que empequeñecerme para la validación de alguien más. Y por sobre todo, sé que nunca otra vez el dolor será más grande que el amor que entra en mi vida.